Anónimo
Ocurrió hace años, durante una de mis primeras predicaciones. En un pasaje del sermón señalé algo que estaba a mi derecha y todos los ojos se fijaron en aquel objeto. ¡Qué fantástico! pensé. Puedo hacer eso con todas estas personas. Ese momento marcó el principio de mi conocimiento acerca de las peculiares tentaciones a las que se enfrenta el predicador.
EL artista
La primera y más grande de estas tentaciones es la que experimenté aquel día (la de ser un artista en el púlpito). Cualquiera que tenga el atrevimiento de colocarse en frente de un grupo de personas y tomar 25 minutos de su tiempo para efectuar un monólogo, tiene que tener algo de artista. Si usted odia ese tipo de actividad, es bastante probable que no llegue a ser muy efectivo como predicador.
Pero justamente es allí donde se encuentra la traba. Para comunicar bien, uno debe exponerse constantemente a una de las tentaciones más letales del hombre de Dios: el actuar de tal manera que uno se gane la apreciación y los aplausos de los oyentes. No hay ningún problema en esta actitud cuando el oyente, en los ojos del predicador, es Dios. Pero desafortunadamente Dios generalmente resulta difícil de ver. Lo que sí vemos es ese grupo de personas sentados en los bancos de la iglesia. Ellos resultan muy visibles, y a menudo buscamos su aprobación.
Jesús le puso el dedo a esta tentación en la sexta bienaventuranza: “Bienaventurados los de limpio corazón, pues ellos verán a Dios”. Un corazón puro es un corazón que no tiene motivaciones confusas. Por esta razón Jesús miró a los Fariseos (quienes hacían sus buenas obras para ser vistos por el pueblo) y dijo: “Ya tienen su recompensa”. Ellos estaban recibiendo justamente lo que buscaban: aprobación humana.
Busque a Dios, y lo verá. Busque a los hombres, y los verá.
En cierta oración, John Bunyan predicó un sermón bastante fuerte. La primera persona que se acercó a él después de la reunión se lo hizo saber. Respondió: “Ya lo sabía. El Diablo me lo dió a entender cuando me alejé del púlpito.” He perdido cuenta de las veces que me paré a la puerta del templo luego de haber predicado, hambriento por recibir alabanzas de mi congregación. Había trabajado arduamente durante la semana para estar bien preparado. Había puesto en la predicación toda la fuerza y concentración que podía reunir. En muchas maneras había traído al púlpito toda la intensidad que usaría para un partido de fútbol. Al terminar con el sermón, sintiendo el sudor bajo mi ropa, mi pregunta era: “¿lo hice bien?”.
En momentos de claridad, se muy bien que solamente Dios puede juzgar las cosas y entregar el premio. Pero se me ocurre que rara vez veo las cosas asi inmediatamente después de haber predicado. Bruce Thielemann ha dicho con gran acierto: “La predicación es el ministerio más público y; por lo tanto, el más visible en sus errores y el más expuesto a la tentación de la hipocresía”.
La palabra para los otros
Una segunda tentación se encuentra en que el predicador vea a la palabra de Dios como algo solamente para ser predicado. La presión de producir sermones, combinada con el hecho de que los sermones deben predicarse de la Biblia, pueden hacer que una simple lectura devocional de la Palabra, sea imposible de lograr. Cada vez que tomo mi Biblia y comienzo a discernir ciertas verdades de un pasaje me pongo a pensar, casi instantáneamente, en cómo puedo predicarlo a mi congregación. Y en la mayoría de los casos paso por alto la relevancia que puede tener a mi propia vida. Esto es fatal. Pablo, el apóstol, hizo alusión a su propia lucha con este problema cuando expresó la preocupación de que “no sea que habiendo predicado a otros, yo mismo sea descalificado”. (I Co. 9:27).
La predicación (que tiene respaldo es aquella que viene de hombres y mujeres que han luchado personalmente con aquello que proclaman públicamente. Suelo caer con tanta facilidad en esta tentación que debo disciplinarme a estudiar pasajes en forma devocional antes de formar sermones de ellos. Y debo hacer esto con meses de antelación a la predicación propiamente dicha.
¿Por qué les gusta o por qué lo necesitan?
Una tercera tentación a la cual se enfrenta el predicador es la de convertir a las piedras en pan dándole así a la gente lo que desea y no lo que necesita. Siempre esta presente en la psiquis del que predica el deseo de ser apreciado por aquellos a quienes lo hace. Ese deseo puede tornarse tan fuerte que uno se hace más sensible que un sismógrafo a los gustos de la congregación. Es en ese momento que el predicador se puede convertir en un publicista, en desmedro del profeta.
Todo lo que hacen los publicistas se reduce simplemente a convencernos de que lo que buscamos lo lograremos mejor con sus productos, sus candidatos, o sus mensajes. Cuando se presenta al evangelio como algo que va a ayudar a las personas a tener aquello que desean, sin criticar eso mismo, se deja como un instrumento de propaganda. James Daane dice que: “la Biblia debe definir nuestras necesidades antes de suplirlas. Nos debe decir lo que necesitamos: la naturaleza de nuestros dolores, angustias, etc. En otras palabras, La Biblia debe decirnos qué es el pecado, porque no lo sabemos”.
Una variación de la tentación de dar a las personas lo que desean, es el uso exagerado de ilustraciones e historias. Todo aquel que predica sabe bien cuan efectiva puede ser una buena historia o un chiste para atraer la atención de las personas. El problema más grande con las historias es que se prestan a que cada cual las interprete a su gusto. Una congregación donde hay una gran variedad de puntos divergentes puede escuchar un sermón lleno de historias y narraciones entretenidas y todos se irán del templo sintiéndose edificados. El pastor realmente dijo las cosas “como son”. Claro que sí; si todos sintieron que su punto de vista fue expresado, no se expresó punto de vista alguno. Pero el pastor quedó bien con todos.
Profeta y sacerdote
La cuarta tentación para el predicador radica en el extremo opuesto de lo recien mencionado. Esta es la tentación de verse a uno solo como profeta para las personas, sacrificando la función de ser también su sacerdote. Un sacerdote, es uno que se presenta ante el Señor como intercesor del pueblo. Los profetas son mensajeros de Dios. Los sacerdotes son intercesores. Los profetas enfrentan a los hombres con la verdad Divina y con las mentiras humanas. Los sacerdotes sostienen a los hombres frente a la gracia de Dios.
La tentación de ser un profeta, sacrificando la función de sacerdote, está en que uno puede atacar a las personas desde una posición de total aislamiento (donde uno es intocable). Uno no tiene que experimentar, de esa manera, la agonía de cuidar a aquellos que han sido heridos por la verdad. No hace falta más que sentarse en el estudio, preparar la exégesis y entregarle a la gente la verdad y nada más que la verdad. Pero puede ser que esta verdad seriamente hiera a una persona sin conducirla a un crecimiento.
Juan nos dice que Jesús vino con gracia y verdad. Entre otras cosas, eso significa que la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. No estaba aislado, sino que se encarnó en Uno que compartió nuestra vida y caminó en nuestros caminos. Como lo expresa el autor de Hebreos, Jesús fue un sumo sacerdote que “…no pudo compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que ha sido tentado en todo como nosotros, pero sin pecado,…” (4:15).
Un predicador no tiene derecho a atacar a su gente con la Verdad (especialmente la clase de verdad que duele) a menos que él también se sienta herido por esa verdad y se muestre quebrantado por la condición del pueblo. Un anciano y sabio pastor me compartió una vez sobre dos errores iguales y opuestos en los que puede caer un predicador. Uno es el de descuidar el estudio a causa de la gente. El otro es el descuidar la gente a causa del estudio. Ambos son trágicos. Ambos están en constante tensión y compiten el uno con el otro, pero los dos deben ser cumplidos.
Dando vida a la Biblia
Presento una última tentación del predicador: tratar que la Biblia sea relevante, de querer darle vida. Esta tentación en particular solía ser un aspecto exclusivo de la tradicional teología liberal. Pero en los últimos años, ha ganado también algunas víctimas en el campo evangélico.
Suelo caer en ella cada vez que siento que la Biblia necesita de mi ayuda para ser creída, que de alguna manera necesita de mis astutas ilustraciones o mis declaraciones perceptivas hechas en un idioma más familiar a mi congregación.
El pecado que se evidencia en esta tentación radica en la presuposición de que la Biblia está muerta y que, en realidad, somos nosotros los que estamos vivos. Por supuesto que ningún predicador admitiría que eso es realidad en términos tan específicos. Pero el actuar de muchos lo corrobora.
¿Tiene la Biblia relevancia? El Dr. Bernard Ramm dijo en cierta oportunidad: “Nada tiene mayor relevancia que la verdad”. Cuanto más predico más me convenzo de que lo mejor que puedo hacer es salir del camino de la Palabra para no obstruir su paso. El consejo más sano que puedo dar en términos homeléticos no es que tratemos de predicar bien la Palabra sino que no lo hagamos mal.
Esto no quiere decir que el predicador no tiene que poner el mensaje de la Biblia en términos que sean fáciles de entender. Pero el objetivo debe ser siempre que la gente pueda ver que las Escrituras son relevantes y no que uno las haga relevantes. En última instancia, la Palabra de Dios se hace real a través de la obra del Espiritu Santo, y a menudo a pesar, y no a causa del predicador.
Al finalizar la lectura de este artículo, usted podrá llegar a la conclusión de que ser predicador es meterse en un campo minado de tentaciones. Es así. No creo que jamás haya predicado un sermón con menos de un 30% de buenas intenciones. Y con frecuencia he desesperado al contemplar mi corazón y ver las muchas formas en que he caído preso de las tentaciones del predicador. Si la pureza de mis motivaciones fuera la razón por la cual pudiera yo trabajar en el púlpito, me hubieran despedido hace ya tiempo. Pero, gracias a Dios, esa no es la razón. La razón radica en el llamado de Dios. Estoy allí solamente porque me llamó muchos años atrás, me equipó con los dones necesarios, y dijo: “comienza a hablar de Mí.”
En nuestra liturgia, confesamos los pecados corporales antes de escuchar la Palabra de Dios a través de la lectura y predicación de la Biblia. Yo también debo hacerlo después de esto. Esa es la filosofía que sigo yo: confesar, predicar, confesar otra vez; y hacer mía la oración de Martín Lutero. “Señor Dios, Tú me has hecho un pastor en Tú Iglesia. Tu puedes ver que indigno soy de tomar este trabajo difícil y grande y, de no haber sido por tu ayuda, lo hubiera echado todo a perder hace ya tiempo. Por esto clamo a tí para que me ayudes. Ofrezco mi corazón y mis labios para tu servicio. Deseo poder enseñar a la gente, y para mi, que pueda aprender siempre más y meditar diligentemente en tu Palabra. Úsame como tu instrumento, pero nunca me abandones, pues si me quedo solo destruiré con gran facilidad todo lo que Tú has hecho. Amén.”