por Samuel O. Libert
En casi todo el mundo, Charles Berlitz es uno de los escritores contemporáneos más famosos. Sus libros están en las fronteras de la ciencia-ficción porque son una mezcla de la precisión científica y de la fantasía. Pero lo que hoy nos interesa es que uno de los temas predilectos de Berlitz es la profecía. No es que Berlitz se sienta profeta, sino que él alude frecuentemente a los profetas bíblicos y a los no-bíblicos, y estudia el cumplimiento de sus anuncios a la luz de la historia reciente y pasada, considerando también sus vaticinios para el futuro y, particularmente, sobre el fin del mundo. Por ejemplo, en 1981 Berlitz señalaba lo siguiente: «Una coincidencia curiosa y un tanto intranquilizadora se va haciendo al acercarse a su final el siglo XX, el segundo milenio. Esa coincidencia, con raíces tanto en el pasado remoto como en el reciente, se enlaza, en las profecías de hace cientos o miles de años, con las teorías cósmica y las realidades científicas del presente. Las profecías del fin del mundo por el fuego, el hielo, el agua o por explosiones, aunque hechas en diferentes épocas y en diferentes culturas, a lo largo de los seis mil años pasados, parecen estar de acuerdo en que está muy cerca la época del fin, esto es, hacia el final de nuestro segundo milenio, por cualquier calendario o cálculo zodiacal usado por los profetas. Algunas de las más temibles profecías del pasado están alarmantemente cerca, en contenido y en situación temporal, de las previsiones pesimistas de la ciencia de hoy, aunque los profetas de otros tiempos ?que sepamos? no tenían acceso sino en su imaginación a los desarrollos de la ciencia en un futuro que para ellos era lejano pero no imprevisible».
En sus libros Berlitz cita discrecionalmente a profetas no-bíblicos como Nostradamus, profeta francés del siglo XVI, de ascendencia judía, cuyos vaticinios a veces se cumplieron y otras no, quien dijo que en el séptimo mes de 1999 llegará a la tierra, procedente del cielo, «un gran rey del terror». Nostradamus profetizaba así una gran catástrofe cósmica a producirse en julio de 1999. Esto es interesante porque el escritor alemán Johann von Goethe (1749-1832), que vivió doscientos años después, dijo: «Todas las profecías hechas por Nostradamus entre 1555 y 1566, referentes a entonces y a hoy, han resultado verdaderas». Pero hay mucho más. Berlitz hace notar que Nostradamus profetizó la Revolución Francesa, detalles de la vida de Napoleón y su exilio en la isla de Elba, hechos de la Segunda Guerra Mundial como la invasión de Europa, la línea Maginot, el triunfo inicial de Alemania, el uso de bombas atómicas. Berlitz también menciona, entre otros, a videntes como el célebre escritor Julio Verne o el científico Roger Bacon, autores de diversos vaticinios que también se cumplieron. En las librerías más grandes, o en las que se dedican a temas relacionados con el ocultismo, hay abundante literatura sobre los profetas no-bíblicos y no-cristianos.
Mi pregunta es la siguiente: ¿Es la profecía un don que procede exclusivamente del Espíritu Santo, o puede tener otros orígenes? Ustedes conocen la respuesta.
1. Los falsos profetas
Hay un pasaje interesante en Deuteronomio 13:1-3. «Cuando se levantare en medio de ti profeta, o soñador de sueños, y te anunciare señal o prodigios, y si se cumpliere la señal o prodigio que él anunció, diciendo: Vamos en pos de dioses ajenos, que no conociste, y sirvámosles; no darás oído a las palabras de tal profeta, ni a tal soñador de sueños; porque Jehová vuestro Dios os está probando, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma». ¿Quiénes son los «dioses ajenos»? No solamente los ídolos del viejo paganismo. Por ejemplo, los hombres tenemos la tendencia a endiosar a otros hombres, como los habitantes de Listra que, ante un milagro hecho por medio de Pablo, trataban de adorar a Pablo y Bernabé diciendo, en lengua licaónica: «Dioses bajo la semejanza de hombres han descendido a nosotros» (Hch. 14:11). Dioses ajenos pueden ser el dinero, el sexo, el vientre, el orgullo, el «yo», y tantos otros ídolos del nuevo paganismo y del paganismo de siempre. Estos dioses tienen profetas, falsos profetas, como el falso profeta que exaltará al Anticristo con grandes señales (Ap. 13:13). La Biblia abunda en toda clase de referencias a los falsos profetas. Jesús dijo: «Guardaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros como vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis» (Mt. 24:24). Los falsos profetas, instrumentos de Satanás, están en el pasado, en el presente, y en el futuro, dentro y fuera de las instituciones cristianas, porque el trigo y la cizaña coexisten hasta la hora final, como el propio Jesús lo enseñó en su conocida parábola (Mt. 13:24-30, 36-43). Como dice el pasaje de Deuteronomio 13, sus vaticinios pueden cumplirse, sin que ello sea prueba del origen divino de su ministerio.
Sin embargo, para hacer justicia, hay otros falsos profetas, que no son ministros de Satanás sino víctimas de un delirio místico, una enfermedad psicológica que se manifiesta como un desajuste emocional con características religiosas. En abril de 1997, la Fraternidad Teológica Latinoamericana y la Comunidad Kairós auspiciaron una consulta sobre el tema: ¿Hay un avivamiento en la Argentina? Los autores de las principales ponencias y de las respuestas a las ponencias fueron especialistas y líderes evangélicos como Hilario Wynarczyk, Pablo Deiros, Jorge León, Mervin Breneman, Nancy Bedford, Arne Clausen, Elsie Romanenghi de Powell, Edgardo Moffat, Daniel Mato y Carlos Villanueva. En ese encuentro el doctor León describió casos patológicos de delirio místico y dijo, entre otras cosas, que «la persona enferma se cree elegida por Dios para ser depositaria de una revelación que la coloca en un lugar privilegiado, y no le importa si lo que dice que se le ha revelado está de acuerdo con la Sagrada Escritura o en la lógica». Podríamos agregar que hay personas con desajustes emocionales, disturbios psicológicos, problemas éticos, conflictos familiares (u otros antecedentes que den origen a algún tipo de patología mental), que suelen aferrarse a una supuesta «experiencia espiritual», tratando así de convivir con su falta de sanidad interior. Lo mismo podría ocurrir con los que no han superado el desequilibrio engendrado por experiencias traumáticas de su pasado, o con los que están mortificados por sentimientos de culpa. También quienes viven en la frontera entre lo bueno y lo malo (en la «zona gris») están muy expuestos a caer en ese tipo de delirio místico. En general, todos estos enfermos procuran protagonizar una especie de «liturgia terapéutica sui géneris», buscando una descarga de sus tensiones interiores. En el caso del «trance profético», parecido al de los trances en Umbanda o en otras formas del espiritismo, podría decirse que es un intento de catarsis, de desahogo, pero no precisamente de una revelación divina. No olvidemos que estamos hablando de los falsos profetas, y no del don de profecía que procede del Espíritu Santo.
2 Breve comentario sobre la profecía en el Antiguo Testamento
Abraham es el primer hombre al que la Biblia menciona como «profeta» (Gn. 20:7). Dios en persona se lo dice a Abimelec en sueños. Por cierto que la ética de Abraham no había sido ejemplar al decir que Sara era su propia hermana. Sin embargo, Dios igualmente lo lo llama «profeta» porque, a la luz del Antiguo Testamento, El se ha reservado el privilegio de llamar e identificar a los auténticos profetas. Según el discurso de Jeremías 23:9-40, sobre los falsos profetas, ellos fueron los que se arrogaron por su propia cuenta el título de «profetas», sin haber sido llamados ni enviados por Dios (v.21). Eran ellos los que decidían autoproclamarse «profetas», y se hacían llamar así por la gente, aunque el Señor no les había encomendado ese ministerio. ¿No sigue ocurriendo lo mismo a través de la historia?
Dios llamó a Moisés, y en Deuteronomio 34:10 leemos que «nunca más se levantó profeta en Israel como Moisés, a quien haya conocido Jehová cara a cara». Moisés fue reconocido como «varón de Dios» (Dt. 33:1), título que se aplicó también a otros profetas a través de la historia veterotestamentaria (comparar 2 Reyes 4:9). Y otro título dado a los profetas fue el de «vidente» (1 S. 9:9), a causa de sus notables visiones.
En el Antiguo Testamento los verdaderos profetas eran portavoces de la Palabra de Dios y por ello tenían la facultad de predecir el futuro en nombre del Señor de la historia. A veces podían enterarse de lo que se hablaba u ocurría a gran distancia (ver 2 R. 6:12). Era una virtud de clarividencia que, por ejemplo, se manifestó en hombres como Ezequiel, quien, hallándose cautivo en Babilonia, sabía ?por revelación divina? lo que estaba ocurriendo al mismo tiempo en Jerusalén. Los mensajes de los profetas eran presentados como «palabra del Señor» (ver Jeremías 1:9) recibida a través de la acción del Espíritu Santo (por ejemplo, Miqueas 3:8). Sin embargo, había profetas que a veces mentían y otras veces transmitían la palabra de Dios, como puede leerse en el relato de 1 Reyes 13:1-34. Por ello, al escuchar un mensaje profético fue indispensable tener discernimiento, para saber si era verdadero o falso. Recordemos el caso de Micaías y los falsos profetas ante los reyes Acab y Josafat, según 1 Reyes 22, que demuestra que en aquellos días hasta los profetas genuinos solían dar mensajes falsos. Es un hecho que no debemos olvidar, porque suele repetirse.
3. Breve comentario sobre la profecía en el Nuevo Testamento
Es indiscutible que, pese a tratarse de diferentes pactos o dispensaciones, hay una línea de continuidad que vincula tanto a los profetas como a las profecías de los testamentos Antiguo y Nuevo. Según Mateo 11:13 y Lucas 16:16, Jesús manifestó que el ministerio profético veterotestamentario culminó con Juan el Bautista, el último profeta del Antiguo Pacto. Previamente también se habían producido las declaraciones proféticas de Zacarías (padre de Juan el Bautista) en Lucas 1:76-79, y Simeón, en Lucas 2:34-35, sin olvidar a Ana, profetisa, hija de Fanuel, de la tribu de Aser (Lucas 2:36-38). Así se pone en evidencia que en la inspiración profética hay una conexión ininterrumpida entre los dos testamentos, y que en ambos se manifiestan las características de proclamación y predicción, como se ve, por ejemplo, en el ministerio profético del apóstol Juan a través del Apocalipsis.
Según Mateo 13:57, Lucas 4:24 y Lucas 13:33, Jesús aceptaba que la gente lo llamase «profeta» y usaba ese título para referirse a sí mismo, así como no rechazaba el título de «maestro» («vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy», Jn. 13:13). Jesucristo es la expresión máxima del ministerio profético en el Nuevo Testamento. Sin embargo, más que profeta, Jesús es el que envía a los profetas (ver Mateo 23:34,37). Por ello insisto en declarar que nadie es profeta si no es enviado por el Señor. En Efesios 4:11 leemos que «El mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros». Esto es obvio, porque Dios es coherente consigo mismo y su criterio con respecto a los profetas es el mismo tanto en el Antiguo como en el Nuevo Pacto. Si leemos cuidadosamente el Nuevo Testamento, comprobaremos que los profetas no son elegidos por las iglesias sino por el Señor mismo. En 1 Corintios 12:28 leemos que «a unos puso Dios en la iglesia, primeramente apóstoles, luego profetas?etc.».
El ministerio profético puede ser definido como «el ejercicio del don de la profecía», aunque a veces una revelación profética puede ser un hecho aislado. Por ejemplo, es posible que un cristiano reciba ocasionalmente alguna luz sobre determinado asunto, sin que ello signifique que ese hermano tiene un ministerio profético continuo. La recomendación que hizo Pablo: «Examinadlo todo; retened lo bueno», está inmediatamente después de la exhortación que dice: «No menospreciéis las profecías» (1 Ts. 5:20-21). El genuino ejercicio del don de profecía no debía subestimarse, pero había que examinar todo y retener solamente lo bueno. Como ya señalé anteriormente, hay personas que no pueden dominar su delirio místico, y su frenesí las lleva a decir cosas que sólo proceden de sus mentes y no del Espíritu Santo. Por eso dispone la Palabra la Palabra de Dios: «Los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen? Y los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas» (1 Co. 14:32). No puede profetizar el que cae en un éxtasis incontrolable. Y si pretende hacerlo, los ancianos de la iglesia deben discernir lo que realmente proviene del Señor y desechar lo que no es de Él.
En el Nuevo Testamento el ejercicio del don de profecía tenía algunas características propias. El ministerio profético estaba dirigido principalmente a la iglesia, según se lee en 1 Corintios 14:3-4. Su mensaje era, en general, «para edificación, exhortación y consolación». A veces incluía predicciones sobre cosas que iban a ocurrir. En Hechos 11:27-28 leemos que el profeta Agabo profetiza el arresto de Pablo. Sin embargo, la principal función de los profetas del Nuevo Testamento era dar a conocer la revelación divina frente a determinadas circunstancias y guiar a los hermanos en momentos especiales. Por ejemplo, en Hechos 15:32 leemos que Judas y Silas, que también eran profetas, «consolaron y confirmaron a los hermanos con abundancia de palabras». En otro caso, es interesante observar que los hermanos residentes en Tiro sabían, por revelación del Espíritu, que Pablo tendría problemas en Jerusalén. «Ellos decían a Pablo por el Espíritu, que no subiese a Jerusalén» (Hch. 21:3-4). En este caso se podría hablar de «una manifestación colectiva» del don de profecía. Quizás haya sido tan sólo un hecho aislado, en un contexto realmente dramático.
4. La profecía en la actualidad
Quisiera poner a la consideración un aspecto de la voz profética que parece haber estado durmiente entre los evangélicos durante mucho tiempo: me refiero a la conciencia social. Sin embargo antes de descubrir este don que se puede observar al estudiar los profetas del Antiguo Testamento, deseo poner en claro lo que no es.
Por supuesto, «nosotros esperamos?cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia» (2 P. 3:13). Sin embargo no nos aferramos a utopías políticas o religiosas, que imaginan que el paraíso terrenal o el definitivo reino de Dios pueden constituirse en esta tierra. Tampoco tenemos una escatología marxista, sino una perspectiva cristiana y un genuino ministerio profético. Mientras luchamos en favor de la justicia y la paz, esperamos la venida de Nuestro Señor Jesucristo, que traerá nuestra definitiva liberación.
Tampoco pensamos que las autoridades civiles están equivocadas simplemente porque son del gobierno. En algunos casos en Centroamérica la iglesia ha denunciado a la «persecución religiosa» porque el Ministro de Salud cerró varios templos debido a que no proveían servicios sanitarios (como la ley demanda).
En otro caso que pronto llegará a litigación, los vecinos han denunciado a la iglesia por demasiada bulla. En los dos casos las autoridades tienen razón, como creyentes es imperioso obedecer la ley civil (y la lógica) y proveer servicios sanitarios y no ofender a la gente que vive cerca de la iglesia por tanto ruido.
La iglesia de hoy cumple su ministerio en un contexto de dolorosa injusticia, frente al poder económico que condena a innumerables familias a vivir en condiciones infrahumanas. En el continente latinoamericano más de ciento treinta millones de personas viven en la miseria, aplastados por un sistema opresor.
Cuando la iglesia cumple su ministerio profético se pone en contacto con seres humanos que están fragmentados. El hombre que necesita ser ministrado espiritualmente también necesita ser ministrado socialmente. La iglesia no puede limitarse tan sólo a una parte del todo de su misión. El teólogo Valson Thampu, de la India, enfatiza cuatro puntos para recordar: «a) el todo es más que la suma de las partes; b) el todo determina la naturaleza de sus partes; c) las partes no pueden ser entendidas si no son consideradas en su relación con el todo; y d) en un todo de naturaleza orgánica, las partes tienen entre sí una relación dinámica y siempre son interdependientes. En otras palabras, el todo, que es la misión de Dios para el mundo, determina la naturaleza de las muchas misiones de la iglesia».
Dios no divide al hombre en pedazos. A causa de su ministerio profético, la iglesia no puede desentenderse del drama social mientras proclama alegremente «la doctrina de la prosperidad». La guerra espiritual es mucho más que reprender demonios incorpóreos. También es la voz profética, la voz opositora contra las estructuras pecaminosas de este mundo, culpables de todo tipo de injusticia. Esa acción profética de la iglesia no es la mera dádiva, la asistencia comunitaria, la entrega de bolsones de alimentos, medicinas y ropa. Eso es importante. Pero también hace falta la palabra profética que, en lugar de buscar el beneplácito de los opresores o aplaudir a los déspotas, les dice la verdad, reprendiéndolos con igual valentía que la de Elías o Juan el Bautista.
La guerra espiritual no tiene como únicos enemigos a los principados inmateriales ni se limita a tomar posesión simbólica de territorios que pertenecen al Príncipe de este mundo, donde el pecado continuará hasta el Juicio Final. Es también una guerra, con las armas del Espíritu y el don de profecía, contra las potestades tangibles, palpables, visibles, cuyos rostros están en los noticieros de televisión. En Proverbios 29:7 leemos que «el justo conoce la causa de los pobres». Los cristianos tenemos legítimo derecho a utilizar las tribunas políticas y ejercer nuestro ministerio profético para denunciar puntualmente todos los mecanismos del mal y colaborar en todo lo que contribuya, al menos en parte, a desmantelar las instituciones opresoras y sanar a la comunidad. El profeta Natán no dudó en acusar al rey David por su abuso de poder: «!Tú eres ese hombre!» (2 S. 12:7). Amós, Miqueas, Santiago y otros, no guardaron silencio ante la explotación del prójimo. ¡El mismo Jesús, en actitud desafiante, llamó «zorra» al rey Herodes! (Lc. 13:31-32). Hoy, más que nunca, es necesario que como auténticos cristianos asumamos nuestro rol profético de ser «sal de la tierra» y «luz del mundo», combatiendo este sistema injusto y los males concretos en nuestra propia región, sabiendo que tenemos armas espirituales, «poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas» (2 Co. 10:3-5).
Samuel Libert, de nacionalidad argentina, es pastor y evangelista internacional. Actualmente ejerce el pastorado de una iglesia bautista en Rosario, Argentina.
Tomado de la disertación dada por Samuel Libert en el Instituto de Córdoba, abril 17, 1998.